TEXTO COMPLETO DE LA INTERVENCIÓN DE JAVIERA HERRERA - LANZAMIENTO DEL LIBRO, LUNES 25 DE OCTUBRE 2010, MUSEO DE LA MEMORIA, SANTIAGO DE CHILE


A lo primero que quisiera referirme es al hecho, absolutamente inverosímil, de que yo me encuentre esta noche en esta situación. En realidad, la última vez que estuve frente a un micrófono fue a los cinco o seis años de edad, arriba del escenario de un teatro (no recuerdo si en Santiago o en Concepción) por la conmemoración del 23 de agosto. Yo estaba de pie junto a otra niña, un poco mayor, y, disimuladamente, me iba corriendo hacia atrás para que ella hablara primero. No se me ocurría qué decir. Hasta que llegó nuestro turno y ella dijo: bueno, mi nombre es Mariela y soy hija de Luciano Aedo. Me pareció una forma elegantísima de dirigirse a la audiencia, y cuando me tocó hablar ya no tuve ninguna duda de cómo debía comenzar. Tomé el micrófono y dije: bueno, mi nombre es Javiera y soy hija de Nelson Herrera.
Para mi mamá, esta es una de las cosas de las que habría que arrepentirse: exponer a los niños a tamañas tensiones. Sin embargo, los padres son, por definición, personas que tienen muchas cosas de las que arrepentirse, porque cualquier decisión que tomen afecta necesariamente la suerte y la psiquis de sus hijos. Así un médico se arrepentirá de haber faltado a un acto de fin de año, y un diplomático de haber hecho que sus hijos se cambiaran tantas veces de lugar. Sobre la fertilidad de estas discusiones, cada uno es libre de pensar lo que quiera. Personalmente, el episodio del teatro me sirvió para darme cuenta, tempranamente, que yo no quería tener ninguna relación con los micrófonos. Y nadie negará la ventaja de descubrir algo más temprano que más tarde.
Por eso luego de que, accedí voluntariamente a estar aquí hoy día, me tuve que poner a pensar en los motivos que me habían llevado a obrar de modo tan poco conforme a la razón. Pues, frente a cualquier ofrecimiento de esta naturaleza yo hubiese dicho “gracias, no tengo nada en contra de que se lancen libros, pero no me agrada que tantas personas me observen a la vez” (porque me da vergüenza, obviamente) en lugar de decir “claro, me encantaría, gracias por pensar en mí”, como me sorprendí respondiéndole a Enérico.
Así que me puse a pensar y llegué a dos clases distintas de motivos, unos que tienen que ver con la imposibilidad de decirle que no a ciertas personas, y otros que contradicen esta imposibilidad: si el libro que Enérico me estaba proponiendo presentar no hubiese sido de mi agrado y yo no hubiese tenido nada bueno que decir de él, tendría que haberme negado, pues presentar un libro para criticarlo no es parte de mi esquema de valores, mientras que si digo mentiras me tirita la pera,  con lo que todos se enteran de lo que estoy haciendo.
Respecto a lo primero, (la imposibilidad de decirle que no a ciertas personas), creo, me parece, que no se trata solamente de una negativa explícita del tipo: “préstame plata”, “no”, sino más bien de ciertos deberes que, por algún motivo, nos hemos impuesto y no nos parece posible pasar a llevar. En este sentido, yo no necesito que  Águeda me pida que me dirija el 4 de Septiembre a Bulnes con la Alameda, sino que, bien pensado, no hay otra cosa que se pueda hacer un 4 de septiembre, más que dirigirse a Bulnes con la Alameda. Y lo gracioso es que uno llega, saluda, y se queda ahí parado, hasta que todos se empiezan a ir y uno también se va. Obviamente existe toda una serie de artilugios para disimular este absurdo (músicos, recitadores, videos y actividades artísticas de todo tipo), pero los actos siguen consistiendo en que uno llegue, se pare, y se vaya (al bar más cercano en ciertas y muy contadas ocasiones).
Aquí me veo obligada a confesar que a mí me gusta mucho la literatura, y que por lo mismo, no puedo dejar de ver las cosas en términos más o menos literarios. Tal como alguien a quien le gusta la historia, la sociología o la política, encontrará en los actos o en los libros un valor relativo a la memoria histórica, a la organización o al fortalecimiento de los valores, yo veré ejemplos más o menos extremos de testarudez: una novela acerca de un sujeto muy razonable que, enfrentado a un problema toma la decisión correcta, y al final de su vida ve como todo tenía sentido, es algo que, evidentemente, no reviste ningún interés.
Por eso la memoria histórica, la capacidad de resilencia, o el “para que nunca más”, en tanto buscan otorgarle un sentido a algo que, en definitiva no lo tiene,  no son temas para nada literarios y, sobre ellos, yo no tengo nada que decir. El resilente es alguien que dice: háganme lo que quieran, total, si tengo amor, voy a estar bien. El resilente es lo contrario del testarudo; el resilente perdona, el testarudo no. La literatura está hecha de testarudos, sujetos que no actúan de forma razonable y cuyos motivos nos resultan opacos. La crítica y la teoría se encargan de develar estos motivos, con mayor o menor fortuna dependiendo del crítico, que mientras más testarudo sea, mejor habrá hecho su labor.
Y bueno, el mirista, es el colmo del testarudo: un individuo que, sabiendo que en cualquier momento lo matan, sigue haciendo lo que ha decidido hacer. Hasta que lo matan, o hasta que cae preso o se va o llega la democracia. Los motivos para actuar así son opacos, y cada cual, incluso él mismo, es libre de darle la interpretación que mejor estime conveniente. Enérico da la suya “Si la pregunta es por tanto: “¿cómo uno llega a la militancia revolucionaria?”, una respuesta posible es “enfermándose de influenza”; otra respuesta es “estando atento a una serie de hechos que ocurrían en el mundo”, como la decisión norteamericana de invadir Vietnam”.
Son respuestas plausibles y, por ende, convincentes. La matriz teórica y el compromiso social son, por supuesto, indiscutibles, y no me parece conveniente redundar en ellos. El libro no lo hace, como tampoco echa mano al recurso facilista de reflexionar acerca del sentido de las cosas, elaborando frases para el bronce que buscan dejar en claro “el lado humano de la revolución”. Todos los días de la vida cuenta la historia de su narrador, que es, sobre todo, la historia de sus compañeros.  Es un libro testimonial, de memorias, que, sin embargo, no busca engatusar al lector con el laberíntico mundo interior de su protagonista. Es, en este sentido, un libro objetivo. Habla de los objetos, no del sujeto que, lógicamente, los ha creado.
Así, respecto a Miguel Enríquez y el grupo con que éste entra al MIR, Enérico señala: “Creo no equivocarme al decir que un elemento fundamental está dado por la voluntad que traían de ser conductores de esta organización. De cualquier organización a la que pudieran incorporarse. Traían posiciones claras acerca de lo que querían realizar. Se trataba de crear un instrumento que permitiera hacer la revolución en Chile. Lo cual suponía cierto tipo de organización, cierto tipo de trabajo, cierto tipo de estrategia. Esa es la fuerza de ese grupo inicial. Su cohesión. Su claridad”.
O, más adelante: “Cuando el hombre llegó a la luna era de noche. Ese 20 de julio de 1969, íbamos con Miguel en el peor auto operativo del partido. Miguel se reía mucho al pensar que nosotros estábamos tratando de hacer la revolución, tratando de canjear el estado de cosas del mundo, mientras que una nave espacial norteamericana se posaba en la superficie de la luna y decía Miguel: “con qué enemigo nos estamos metiendo… ¿eh?”. Nosotros, desde un auto viejo, destartalado, queríamos ganarle a esos que estaban llegando a la luna”.
Algunas de las historias que componen el libro me eran conocidas. Como Enérico es un gran narrador y a mí me gusta mucho escucharlo, adoptamos la costumbre de contar y oír historias. Más precisamente, yo conseguí sumarme en ocasiones a una costumbre suya, tan desarrollada, que un día tomó la decisión de grabarse y escribir un libro. El resultado es admirable: leer Todos los días de la vida es como sentarse a escuchar a Enérico hablar de otros, de sus amigos, y de él entre ellos. El libro es un testimonio, quien lo narra fue testigo y protagonista de los hechos que relata, pero no es una confesión.
Esta es su característica más entrañable para mí, pues tiene que ver con las dos clases de motivos que me hicieron querer estar aquí hoy día, y de las que hablaba hace un momento. Esas personas a las que yo no puedo decir que no, son –por si no ha quedado claro- en su mayoría miristas, muchos de los cuales están –como todos sabemos- muertos. El libro habla de ellos, de lo que hicieron y de lo que se supone que pensaron, pero sobre todo de lo que hicieron, que es la única manera que existe para hablar de alguien.
Confesar es pretender que el mundo entero está dentro de uno y que existe una verdad inaccesible a la que es necesario llegar. Como se sabe que esto es imposible, el lenguaje se retuerce y se vuelve extraño. Contar historias, en cambio, es ser capaz de generosidad. Hablar de otros y de uno, como si fuese igualmente difícil, aunque se pretenda que es muy fácil, decir, por ejemplo, que alguien era el mejor conductor del partido, o de la Escuadra Financiera (que es mi favorita), y relatar un asalto, un escape, o una discusión.  De ahí que aparezcan tantas personas en el libro. Algunas, como Anselmo, apenas tienen tiempo de actuar, y aun así se las recuerda; no se puede, es impensable decirles que no.
Entiendo que Todos los días de la vida constituye también una revisión política de lo que fue el mirismo, con un fuerte contenido crítico, pero doy por descontado que Enérico haya pensado, cuando me propuso estar aquí, que yo me fuese a referir a este aspecto. Para mí se trata de lo mismo: escribir acerca de lo que otros hicieron, de lo que uno hizo, no sintió o pensó o soñó. En literatura esto se llama épica: relato de acontecimientos que el texto vuelve importantes. Relato de personajes que, por lo que hacen, se vuelven importantes.
Como a Juan Lara Muñoz, o a Mario Superby Jeldres, a quienes no sólo el autor, sino también el lector  tendrá  por fuerza que recordar todos los días de la vida.